"Si yo encontrara un alma como la mía
Cuantas cosas secretas le contaría."
Vertientes inmensas de ríos rojos, plagadas
de emociones y palpitaciones incoherentes, fluye inmensa el alma mía por las
calles inmensas de la sangre, reposa en los vacuos ojos de la memoria y
se zambulle entre los ácidos corrosivos de los estómagos enamorados.
Samuel Arias, hombre enjuto y pasivo,
vigila su ventana como buscando algo que no encuentra, las horas pasan lentas,
largas y sombrías; pero al mismo tiempo su cuerpo, ya mimetizado con el
ambiente, produce más lentitud y sombras que el ambiente mismo.
Cuando era joven, le enojaba mucho que lo
molestasen por su gran estatura, siempre fue más alto que todos los niños del
barrio y por si fuera poco, su timidez empeoraba las cosas, los niños del
barrio tenían hacia él una especie de miedo y asco, mezclada con envidia. Pero
el simple hecho de ser diferente era el único motivo para segregarlo y
maltratarlo.
Se acostumbró ya desde esas fechas a estar
solo y en silencio, lento para no molestar a nadie con
su inconmensurable tamaño; sus zapatos enormes, mandados a hacer por
su madre especialmente al zapatero del centro, pues no había zapatos especiales
de su tamaño, eran lo único que resonaba en su entablada casa los domingos. Un
paso a la vez, lento y pausado.
Samuel, a pesar de todo, terminó sus
estudios en el colegio, muchos de los compañeros de las otras aulas lo vieron
por primera vez el día de la graduación y los murmullos se levantaron como
mares cuando el joven se dirigió lento a recibir su diploma. Suena ilógico que
nadie lo haya visto después de 6 años en las aulas, considerando a demás su
gran volumen, pero en realidad Samuel nunca salía al patio, llegaba
muy temprano para limpiar el escritorio del maestro y la pizarra, y salía muy
tarde procurando que nadie lo viese.
Decidió estudiar contabilidad, era un
trabajo sereno, inmóvil, que él podría hacer oculto en cualquier
rincón sin molestar a nadie. En la universidad muchos pensaban que era algún
profesor estricto, o en todo caso un alumno tardío que quería sacar su título
después de varios años. Samuel Arias era de hecho, más joven que muchos de sus
compañeros.
Las estudiantes de la universidad muchas
veces olvidan que ya han salido del colegio, siguen perdidas en las fiestas y
los cosméticos baratos; una de ellas empujada por cumplir una broma “inocente”
con sus otras compinches, debía hablar con Samuel e invitarlo a salir ese fin
de semana.
Samuel siempre contra la pared, encogido
para no molestar a nadie, había desarrollado una joroba con los hombros hacia
adelante, aun así su espalda era mucho más ancha que el respaldar de su banca
de metal; la joven se le acercó por detrás y llamó su atención tocándole su
amplio y arrinconado hombro.
Con un sobresalto Samuel regresó a ver
asustado, se encontró con la mueca fingida de amabilidad de la chica, una sonrisa
falsa; ella estaba convencida de lograr su cometido, así pues empleó uno de los
tantos trucos que tienen las colegialas para atrapar a su presa, le sonrió
despacio y colocó su mano sobre su hombro, no totalmente sino solo un roce
delicado, empujó su cadera apuntando a Samuel y lentamente fue bajando su mano
por su brazo mientras le hablaba sobre un nuevo bar cerca de la facultad.
Ciertamente este eficaz truco hubiera
funcionado en la mayoría de hombres, pero Samuel no estaba preparado para algo
así.
La chica iba a arremeter con una sonrisa
provocativa, cuando se fijó en la cara asustada y tensa del pobre hombre,
Samuel nervioso temblaba de pies a cabeza y su pecho ya no soportaba la paliza
que le daba su corazón, la chica se sobresaltó un poco y soltó el brazo de
Samuel, mientras del rostro del enorme hombre brotaban dos gruesos ríos de
lágrimas inmensas; sin dejar de mirarla, Samuel se apartó lentamente y se
presionó lo que más pudo contra la pared, mientras con los brazos cruzados se
abrazaba desesperadamente al aire.
La chica no supo cómo reaccionar, dio dos
pasos lentamente hacia atrás y giró para salir corriendo del aula.
Tuvieron
que pasar no menos de veinte minutos antes de que el pobre hombre pudiera
serenarse y salir de ese lugar cargando su pesada maleta repleta de libros de
contabilidad.
Después de ese día nadie volvió a hablarle
a Samuel, era como si fuera un enorme y viejo armario contra la pared. Ni
siquiera los profesores lo tomaban en cuenta, le dejaban hacer los trabajos
grupales a él solo y le hacían pasar las materias sin ningún problema, como
queriendo zafarse lo más rápidamente posible.
Se graduó y su madre fue a la ceremonia,
ahora era un contador que en realidad no tenía muy claro que era ser un
contador.
Consiguió un puesto en una pequeña
empresa, nunca entendió muy bien que hacían en ella, pero la oficina donde
trabajaba era muy vieja y con gruesas paredes, casi tan anchas como el mismo
Samuel, lo único que odiaba de ese lugar era su techo bajo, que para el
promedio de gente era, ciertamente, suficiente; pero Samuel debía doblar su
cabeza casi hasta topar la barbilla con el pecho cuando se levantaba de su
silla. Así que le tocaba caminar mirando al piso hasta salir de la angosta
oficina.
Pasaron los años, su madre murió y vivió
sus días aún más solo. Samuel en su trabajo era un mueble más para sus
compañeros, se dirigían a él cuando tenían que hacerlo, muy formalmente y
siguiendo un protocolo muy sencillo de tres pasos, saludo cordial, pregunta,
agradecimiento.
De
hecho Samuel no sabía el nombre de muchos de los que allí trabajaban, que por
cierto iban y venían, encontraban nuevos trabajos o simplemente se iban, Samuel
era el único empleado que permaneció toda su vida laboral, sentado en su
escritorio, posando como un viejo y robusto armario.
Un día de mayo, llegó a la oficina una
jovencita aun no graduada que venía a hacer prácticas, era normal que jóvenes
vinieran a hacer sus prácticas a la oficina, a Samuel no le importaban y ellos,
como todo el mundo, lo evitaban. Por lo que no le puso mucha atención a esta
nueva practicante.
Era una chica bonita, sencilla y muy
extrovertida, tenía una belleza limpia, clara y liviana. Estando junto a ella
cualquiera se animaba y olvidaba sus penas, su amplia y juvenil sonrisa no
escondía nada, era una sonrisa de verdad. Sus lacios cabellos le rosaban las
orejas mientras se bamboleaban de un lado a otro cuando ella caminaba casi
bailando un bolero.
Era una de las primeras personas en llegar
a la oficina; obviamente allí ya estaba con media hora de anticipación, Samuel,
inmenso, en su esquina rellenando papeles, la joven entraba siempre muy animada
y saludaba a absolutamente todas las personas que estuvieran allí y a las que
llegaban después.
De sonrisa clara y ojos grandes, ¿cómo no
caer rendido y enamorado ante la profunda complejidad de la sencillez? Samuel, henchido
de preguntas, se vio de un día para el otro, consumido por los nervios, azotado
por la indecisión y descuartizado por la inseguridad. En una palabra enamorado.
A diferencia de como se lo describe comúnmente,
el amor es, en muchos sentidos, una situación incómoda por no decirla
desagradable; abrumadora, apabullante, embrutecedora y viscosa. Llena de
complicados retos y relaciones sociales, complejos códigos de comportamiento,
vanas y angustiosas horas de dopaje en pensamientos sin sentido, ilusorias
estampas de felicidad volátil, celos, miedos, inseguridades, peleas, conflictos
y visitas a los suegros.
Toda esta gama de maravillosas y floridas esencias
se conjugan en un solo y potente elixir dulzón e inmensamente empalagoso
llamado amor. Muchos de los que lean estas líneas (sobre todo los que no hayan
sentido esta amalgama de atrocidades) se preguntarán porque el ser humano busca
desesperadamente el amor.
La respuesta es sencilla, somos entes de
carne y hueso, de sangre y flema; somos rapiñeros de desequilibrios, ansiosos,
apasionados y bacanales succionadores de desgracias; las vallas publicitarias de
consumismo armonioso y bienestar social, son una flagrante mentira, el ser
humano debe ensuciarse, despojarse de sus blancas vestiduras y morder las
tripas del destino, impregnando sus rostros de la bilis de la vida para sentir
la felicidad.
El amor pues, es una de las mejores
soluciones para cumplir todas las necesidades emocionales del ser humano, y en
muchos casos las mujeres son expertas ejecutoras de este arte de tortura,
cuidadosamente afelpado en sus rostros delicados y pestañas que barren
cualquier pensamiento de la mente de sus víctimas, ¡¿Qué sería de los hombres
sin las mujeres?! Sería un mundo asqueroso.
Así pues Samuel encontró su Dulcinea,
tortura indescriptible de silueta perfilada en un horizonte inalcanzable y
ufano; su nombre era Catalina; así de sencillo,
como si fuese el nombre exótico de algún ave cantora. Se posó en los
pequeños ojos incrustados en la enorme cara de Samuel y desde ese día ya no fue
el mismo.
La quería como nada en el mundo, le enternecía
su mirada, le embargaban los celos que bullían en su interior sin poder
estallar, le excitaba su delineada sexualidad. La quería proteger como su mayor
tesoro. La odiaba. La amaba.
La tortura alargaba los días y
progresivamente no dejaron dormir al pobre Samuel, que añadió a su penosa
figura unas ojeras enormes y un extraño funcionamiento de su corazón.
Cada vez era peor, la joven pasante
conversaba mucho con él, bueno quizás conversar no sea la palabra adecuada,
ella con su hermosa y sedosa voz, hablaba y hablaba con una sonrisa mínima en
los labios y una carcajada presta a estallar en cualquier momento, como una
bandada de pajarillos multicolor, llevaba al pobre Samuel a embriagantes
estados de euforia incontenible.
No podía existir un hombre más enamorado
que el gran Samuel Arias, no podía existir hombre más feliz ante esa sonrisa
clara y verdadera.
Después de mucha insistencia, él aceptó la
invitación a tomar café que tanto le había insistido la joven y hermosa mujer,
en ese momento él se sentía EL hombre, sentía que esa sonrisa solo era para sus
ojos, que sus alegrías eran producto de su compañía, que esas gráciles manos,
algún día, acariciarían sus torpes y grandes manos. No podía estar más
equivocado.
En el café los esperaba su verdugo, el
apuesto y joven novio de la chica, el obvio compañero; después de que todo su
sistema digestivo haya tomado otra posición ante las presentaciones, Samuel se
insultaba en silencio en su cabeza. ¿Cómo pudo haber pensado siquiera que esa
mujer (o cualquiera) estaría interesada románticamente en su monstruosa
dimensión?
Conversaron, el
tiempo que dura una taza de café.
Ella,
radiante, le explicaba a su novio que Samuel era su gran amigo del trabajo, el
que le cubría cuando hacía algo mal, el que la cuidaba de los compañeros casanovas,
“algo así como un padre” dijo al fin.
Samuel descorrió una media sonrisa forzada
mientras decía que era un placer. El joven, amable, seguro, atractivo, esbelto
y alto novio, le estrechó la mano con fuerza y admiración para agradecerle por
cuidar a su chica.
Samuel, con toda la colección de nudos
marineros realizados perfectamente en su garganta, les explicó que vivía solo y
que debía regresar de inmediato a su casa para cuidarla, -no quiero que se me
entren los ladrones- dijo estrechando la mano de su verdugo.
Ellos se quedaron
allí, besándose seguramente.
Samuel caminó por las calles, inmenso e
invisible, sus ojos no podían contener el mar de angustias que le embargaban y
sus manos temblaban incoherentes copadas de miedo, ira y tristeza. Caminó largo
y lento, caminó y su corazón se hizo un hielo de melancolías.
Ahora ya no trabaja, le llega la
mensualidad de jubilación cada mes, y vigila la vereda de su calle a través de
la ventana, inmutable e inamovible, pues no quiere que entren los ladrones.
Insólitamente curioso
ResponderEliminarBonita historia :)
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